Muchos piensan erróneamente que en democracia todas las ideas políticas valen lo mismo y que deben ser respetadas por igual. Eso es manifiestamente falso. En democracia ni se puede ni se debe legitimar decálogo fascista alguno, pues lo contrario supondría la desaparición del mismo sistema democrático. En España venimos siendo testigos de expresiones fascistas y antidemocráticas por parte de algunos partidos políticos que, entre otras cosas, promulgan los valores de la superioridad de una raza o de una cultura concretas, el derecho de unos pocos a imponer su criterio sobre el de la mayoría, la segregación a través de la lengua y, en el peor de los casos, legitiman el uso de la violencia para la consecución de fines políticos. Son hechos de una gravedad extrema que se permiten en aras de una falsa tolerancia.
Países como Alemania han sido tajantes a la hora de prohibir cualquier tipo de manifestación totalitaria. Su sistema quiere evitar a toda costa que se puedan reproducir hechos o circunstancias del pasado. Sin embargo, durante nuestra complicada transición no se supo o no fue posible hacer lo propio en España, y quedaron algunos flecos. Contrariamente a lo que la mayoría esperaba, fueron enquistándose y han generado en la situación actual: un estado frágil y con movimientos secesionistas al alza. Las causas de tal evolución son complicadas de formular, pero parece lógico pensar que una educación sesgada, la manipulación de la historia común, el uso de la lengua como mencanismo de división y el ensalzamiento reiterado de los valores locales sobre los universales han contribuido a agravar el fenómeno.
Los partidos políticos hacen uso de la situación para sacar tajada. El PP anticipa una fractura inminente, cosa muy improbable durante los próximos años, y amedrenta a los españolitos de a pie con escenarios catastróficos. Mientras tanto, el PSOE quita hierro al asunto y adopta una posición permisiva en exceso. No debemos olvidar que es gracias al PSE que hoy en día existan ikasotolas y otras escuelas en las que se adoctrina a los niños en los valores de los nacionalismos periféricos.
La consecuencia de la ausencia de consenso entre las grandes fuerzas políticas y la falta de una verdadera política de estado han provocado que, treinta años después de la transición, sigamos sin una definición clara del modelo nacional. Cualquier alusión al nacionalismo español se considera rancia y franquista, mientras que los nacionalismos catalán, vasco o gallegos han adquirido una imagen progresista e incluso democrática.
Somos muchos los que pensamos que ha llegado el momento de hacer algo. Con calma, con sosiego y sin levantar la voz, pero algo al fin y al cabo. Creemos que la máxima de igualdad de derechos para todos los ciudadanos está en peligro y debe ser defendida. Parece también necesario poner cota a las derivas regionalistas y volver a un escenario de cordura y sensatez. Mirar hacia el futuro con unidad de criterio, abordar los grandes problemas a los que se enfrenta la humanidad y dejar de lado los discursos pueblerinos y locales. Nos jugamos un futuro de convivencia, de paz y de esperanza que aún disfrutamos gracias a los libertarios y demócratas que ofrecieron generosamente sus vidas para acabar con los totalitarismos. Perder esta oportunidad sería, además de una falta de respeto hacia ellos, una gravísima estupidez. Debemos mostrarnos intolerantes con la intolerancia.
Un saludo y buenas noches,
el pobrecito hablador
Países como Alemania han sido tajantes a la hora de prohibir cualquier tipo de manifestación totalitaria. Su sistema quiere evitar a toda costa que se puedan reproducir hechos o circunstancias del pasado. Sin embargo, durante nuestra complicada transición no se supo o no fue posible hacer lo propio en España, y quedaron algunos flecos. Contrariamente a lo que la mayoría esperaba, fueron enquistándose y han generado en la situación actual: un estado frágil y con movimientos secesionistas al alza. Las causas de tal evolución son complicadas de formular, pero parece lógico pensar que una educación sesgada, la manipulación de la historia común, el uso de la lengua como mencanismo de división y el ensalzamiento reiterado de los valores locales sobre los universales han contribuido a agravar el fenómeno.
Los partidos políticos hacen uso de la situación para sacar tajada. El PP anticipa una fractura inminente, cosa muy improbable durante los próximos años, y amedrenta a los españolitos de a pie con escenarios catastróficos. Mientras tanto, el PSOE quita hierro al asunto y adopta una posición permisiva en exceso. No debemos olvidar que es gracias al PSE que hoy en día existan ikasotolas y otras escuelas en las que se adoctrina a los niños en los valores de los nacionalismos periféricos.
La consecuencia de la ausencia de consenso entre las grandes fuerzas políticas y la falta de una verdadera política de estado han provocado que, treinta años después de la transición, sigamos sin una definición clara del modelo nacional. Cualquier alusión al nacionalismo español se considera rancia y franquista, mientras que los nacionalismos catalán, vasco o gallegos han adquirido una imagen progresista e incluso democrática.
Somos muchos los que pensamos que ha llegado el momento de hacer algo. Con calma, con sosiego y sin levantar la voz, pero algo al fin y al cabo. Creemos que la máxima de igualdad de derechos para todos los ciudadanos está en peligro y debe ser defendida. Parece también necesario poner cota a las derivas regionalistas y volver a un escenario de cordura y sensatez. Mirar hacia el futuro con unidad de criterio, abordar los grandes problemas a los que se enfrenta la humanidad y dejar de lado los discursos pueblerinos y locales. Nos jugamos un futuro de convivencia, de paz y de esperanza que aún disfrutamos gracias a los libertarios y demócratas que ofrecieron generosamente sus vidas para acabar con los totalitarismos. Perder esta oportunidad sería, además de una falta de respeto hacia ellos, una gravísima estupidez. Debemos mostrarnos intolerantes con la intolerancia.
Un saludo y buenas noches,
el pobrecito hablador
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